|
Doctor
Arturo Humberto Illia Su
último día
Su
último día como presidente
UN FINAL LLENO DE DIGNIDAD
Por Elena Luz González Bazán especial para Villa Crespo Digital
21
de enero del 2016
A
un año de la revolución de junio, el ex
presidente Illia tiene la palabra. "Gente"
se la cede porque considera que es el personaje fundamental
de un hecho histórico. Ponemos sobre él
la lupa para entrar a fondo en el momento que la revolución
pone punto final a su gobierno. Creemos estar dando
un servicio de información con ribetes históricos.
Además del relato de Illia, se contó con
un equipo de redacción que trabajó 10
días obteniendo datos, nombres y hechos.
Yo
tenía 29 años y era médico del
ferrocarril, en Cruz del Eje, cuando fue la revolución
de Uriburu en el 30. A los pocos días llegó
el interventor de a la ciudad, y todos fueron a saludarlo
y a estar cerca de él. El médico que estaba
conmigo me dijo que sería conveniente que vayamos
nosotros también a verlo, "Vaya usted -le
dije-, yo no tengo interés". Parece que
lo consideraron una falta de cortesía porque
al tiempito vino el interventor mismo, que se llamaba
Albariños y era teniente coronel, para conocer
de cerca al "medicullo ése", según
dijo... Yo estaba atendiendo a un enfermo cuando el
enfermero vino todo asustado a decirme que estaba el
interventor en el hospital. "Que lo atienda el
otro médico", le dije. "¿No
ve que yo estoy ocupado ahora!" Le puse el termómetro
en la boca a mi paciente, y en ese momento entró
este señor Albariños acompañado
por el otro médico. Parece que había pedido
conocerme. Yo le dije "mucho gusto" y seguí
atendiendo a mi paciente, que seguía con el termómetro
en la boca. Era una situación molesta porque
nadie se animaba a decir una palabra, y se notaba que
el interventor estaba inquieto porque yo no le daba
corte. En una de esas por querer decir algo, se dirige
a mí y me dijo con tono autoritario "¿Qué
tiene ese paciente?" "Un termómetro",
le contesté yo alzando la voz. Me miró
y yo le aguanté la mirada. Se fue. A la hora
yo estaba exonerado por "razones de mejor servicio".
Cuando estaba haciendo las valijas en mi hotel vino
un grupo de ferroviarios que me pidieron que me quede
en el pueblo, por eso seguí allá, pero
fuera del hospital. Fue mi primer derrocamiento... "
Se
había levantado a las seis y media de la mañana.
Como de costumbre, el mismo se prepara su té
con leche, a pesar de contar en su casa con varias personas
de servicio doméstico. Eran las 7.45 cuando vino
a buscarlo el coche del Ministerio. A él, como
ministro de Relaciones Exteriores que era, le tocaba
la chapa Nº 6. Cuando el doctor Miguel Ángel
Zavala Ortiz subió al coche advirtió que
el chofer no era el de todos los días y, a pesar
de no ser supersticioso, le cruzó por la mente
la idea de que ese simple hecho no auguraba nada bueno.
"Pavadas", pensó. Y se lanzó
de lleno a la lectura de "La Prensa", su diario
preferido, mientras el automóvil rodaba rumbo
al Ministerio aquel 27 de junio que había amanecido
frío y gris.
“-
Pero a mí nunca me asustó el frío;
siempre pensé que es sano. Por eso me levanté
sin problemas a las siete menos cinco. Había
dormido en la Quinta de Olivos. Desayuné con
té solo, como lo hago siempre; tomo poco mate
en bombilla en realidad... Los demás estaban
durmiendo cuando vino a buscarme, un Rambler negro.
Eran las 7.45 más o menos. Aunque yo había
ordenado, desde que empecé la presidencia, que
me sacaran las motos con sirenas, no pude evitar nunca
que me custodiaran esos dos coches negros con gente
de Coordinación que me seguían a todas
partes; ¡no sé con qué necesidad!
A las 8.05 entré en a mi despacho y le pedí
a Zubizarreta, mi ordenanza del turno mañana,
que me trajera un té. Entonces empecé
a leer todos los diarios de la mañana..."
-Se
había acostumbrado desde chico a no tomar desayuno.
Lo que pasaba era que iba al colegio por la mañana
y siempre salía a último momento, apurado.
Ahora que tenía 45 años, cinco hijos,
y la responsabilidad de ser Secretario de Prensa, tampoco
tomaba desayuno, pero no salía con apuro como
antes. Ese lunes se había levantado temprano,
como todos los días, y salió de la casa
de Uruguay al 1300, llevando a Fernando -su hijo menor-,
mientras su esposa, Marta, aún dormía
un rato más. Fernando entraba en el Colegio Río
de la Plata de la calle Laprida, a las 8.30 de la mañana;
pero su padre solía llevarlo media hora antes,
y a veces más, con el mismo coche Mercedes Benz
que luego lo conduciría a él mismo hasta
la Casa de Gobierno. Los choferes eran Vázquez
y Filipino, y se turnaban trabajando un día cada
uno. El lunes 27 de junio era Vázquez quien conducía
tarareando bajito como siempre, sin que esto molestara
al doctor Luis Caeiro. Por el contrario, lo divertía.
Ni sospechaba que tiempo después Vázquez
estaría al servicio del general Repetto, y ya
no se animaría más a tararear mientras
conducía.
-
Ni me acuerdo que comí al mediodía, lo
que sé es que yo nunca como demasiado. Antes
de sentarme a almorzar, en la Casa de Gobierno, había
recibido a mi primer visitante del día por asuntos
oficiales: el doctor Oñativia, que era ministro
de Salud Pública... Serían como las dos
y media de la tarde cuando terminé de comer.
Me fui a descansar un rato a mi piecita de la presidencia.
Me acuerdo que un ordenanza) no sé cómo
se llama, hacía poco que estaba) me dijo: "Señor
presidente, ¿le traigo una frazada más?
Está refrescando..." Le dije que no, gracias,
y que no me diga "señor presidente"
cuando estábamos solos; que me diga "Dr.
Illia", nada más. Nos íbamos a llevar
mejor así de ahí en adelante.
- Félix Gilberto Elizalde, el presidente del
Banco Central, había llegado el día anterior
de un viaje a los Estados Unidos. Estaba algo cansado;
por eso durmió más que de costumbre. No
pasó por su oficina de Diagonal Norte al 600
porque no tenía mucho tiempo. Por la tarde habría
una conferencia de prensa en el Ministerio de Economía
y él debía informar sobre las gestiones
realizadas para la financiación de las obras
de SEGBA y de El Chocón. Un asunto que los tenía
preocupados desde hacía un tiempo. Quizás
se solucionaría pronto, por suerte. Era ya pasado
el mediodía cuando el contador público
Elizalde se reunió con el doctor Conrado Storani,
que era secretario de energía y combustible,
ara tratar los temas de la conferencia y la manera en
que los expondrían.
-Serían
como las cuatro menos diez cuando me levanté.
Me lavé la cara en la piletita y volví
a mi despacho. Habíamos quedado de acuerdo, desde
hacía tiempo ya, que se organizaran en turnos
para verme las tres personas que yo recibía indefectiblemente
todos los días: primero entraría el Jefe
de la Casa Militar, el brigadier Pío Otero (que
estuvo unos 20 minutos aquel lunes: después,
el secretario de Prensa, doctor Caeiro (una media hora)
y después mi hermano Ricardo, que era secretario
general de la Presidencia y con quién estuve
como veinte minutos. Calcule que serían como
las cinco cuando me avisaron que me llamaba por teléfono
Leopoldo Suárez, mi ministro de Defensa, por
un asunto urgente.
-
El ordenanza Zubizarreta se había ido a mediodía.
Logratto, el ordenanza nuevo que trabajaba en el turno
de la tarde sólo entró una vez aquel día
en el despacho del presidente Illia. Fue para retirar
una taza de té vacía. Por lo general -de
acuerdo con lo que el mismo Zubizarreta le había
explicado al hablarle del Dr. Illia- el presidente pedía
una nueva taza de té a eso de las cinco y media.
Pero aquel día no. Logratto pensó que
quizás había hecho algo mal. No se explicaba
por qué el presidente no lo llamaba para hacerle
el pedido de siempre y temía que le reprendieran
a él por algo. Logratto era uno de esos hombres
que cuando enfrentan una situación desusada,
por mínima que sea, lo primero que piensan es
que les va a pasar algo a ellos. Son un poco como los
chicos. Es el temor ante lo distinto. El ordenanza nuevo
-como le decían todos porque aseguraban que su
apellido era "difícil"- había
visto entrar en el despacho de Illia al jefe de la casa
militar; al doctor Caeiro con muchos papeles en la mano
(después lo había oído hablar con
su secretario, en el pasillo y se había enterado
que eran expedientes que el presidente debía
firmar para la "radicalización" de
un grupo de computadoras o algo parecido), y por último,
al profesor Ricardo Illia. Ya había salido éste
sin que el presidente pidiera su té. Y lo peor
es que ya eran como las seis menos diez.
-
"¿Qué pasa?", le pregunté
al ministro Suárez cuando levanté el tubo.
Entonces me contó que habían detenido
al general Caro. "¿No habrá sido
por el asunto de los diputados?", le dije. Y él
me contestó que sí. Al general Caro lo
habían visitado un grupo de diputados peronistas
entre los que estaba el propio hermano de Caro y los
diarios se habían encargado de hacer la cosa
grande... El ministro Suárez siguió hablando
y me contó que Caro llamó por teléfono
al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el general
Pistarini, y que Pistarini le dijo que vaya al ministerio
de guerra para aclarar la situación. Cuando el
general Caro fue, Pistarini le comunicó que quedaba
detenido. El secretario de Guerra de mi gobierno, el
general Castro Sánchez, quiso intervenir, pero
Pistarini le contestó que desconocía su
autoridad. Lo único que atiné a decirle
a Suárez cuando terminó de contarme todo
eso fue:"Esto es una rebelión". Después
cortamos la comunicación y llamé en seguida
a Estados Unidos para hablar con mi hijo mayor y decirle
que cuidara a su madre, que acababan de operar y que
era probable que yo tuviera que vivir momentos muy difíciles;
pero esperaba que él supiera estar a la altura
de las cosas, como siempre lo había estado. Cuando
corté me quedé sosteniendo el tubo un
buen rato sin hacer nada, pensando. Lo levanté
en seguida otra vez y pedí que vinieran a mi
despacho los secretarios de Marina y Aeronáutica,
el contralmirante Varela y el brigadier mayor Álvarez.
-El
doctor Caeiro había almorzado en su casa como
lo hacía siempre: bife a medio cocer, puré,
tarta de manzanas y café. El doctor Caeiro nunca
fumó. Cuando sonó el teléfono -ya
en su despacho- eran las cinco y cuarto poco más
o menos. Alguien de la Agencia Télam de Noticias
le comunicaba extraoficialmente que el general Caro
había sido detenido. A las cinco y media entró
el doctor Caeiro por segunda vez en el despacho del
presidente. "Doctor" (acostumbraba a decirle
así "doctor" a secas) "... le
acaban de detener a Caro. Creo que ahora esta gente
se larga..." El doctor Illia ni siquiera levantó
la cabeza de los papeles que observaba con detenimiento.
Ya conocía de sobra el acento cordobés
de Caeiro y no hacía falta mirar para saber quién
le hablaba. Hacía 20 años que conocía
a su secretario de prensa. Todo lo que dijo fue: "Está
bien".
-
Les dije a Varela y Álvarez que habían
detenido a Caro y que las cosas se ponían feas.
También les expliqué que como Pistarini
desconocía la autoridad de Castro Sánchez,
mi secretario de Guerra, debían ir ellos y pedirle
que deponga su actitud para no llegar a mayores. Ellos
se fueron y yo me reuní con la mayoría
de la gente de mi gabinete. Quería que estuvieran
enterados de todo y no que supieran lo que estaba pasando
por otras bocas. Era mejor así. Las cosas no
se iban a distorsionar, ¿no cree?
|
-Estaba
vestido con traje oscuro porque tenía una recepción
en una embajada. A veces pensaba que era uno de los
trabajos más pesados de un ministro de Relaciones
Exteriores. Fue por eso, para cambiarse de traje, que
volvió a su casa aquel mediodía, contradiciendo
su costumbre de comer sólo un emparedado en el
Ministerio. Su esposa Lydia, le dijo que estaba contenta
de poder almorzar un día con él, al fin.
Por eso estaba con traje oscuro. Un llamado al Ministerio
lo alertó sobre la detención del general
Caro y fue en seguida para la Casa de Gobierno. Entró
en el despacho del presidente a las seis y cinco. El
ordenanza Logratto no entendía nada: tanta gente
entrando y saliendo y ni siquiera un café le
pedían. El doctor Zavala Ortiz salió en
pocos minutos del despacho presidencial y se dirigió
a la sala de audiencias. A esa hora el doctor Illia
tenía pendientes dos entrevistas aún:
una con los miembros de la Sociedad Rural, que lo invitaban
a la inauguración de la exposición anual,
y otra con el embajador de Colombia, que traía
un industrial poderoso de su país que quería
conocer al presidente, cosa común en el mundo
de la diplomacia.
El
doctor Illia había atendido a los de la Sociedad
Rural a pesar de todo, pero pidió a Zabala Ortiz
que atendiera él al embajador de Colombia. Por
eso era que el ministro de Relaciones Exteriores se
dirigía a la sala de audiencias. Después
de todo estaba dentro del reglamente: vestía
traje oscuro.
-Cuando
volvieron Varela y Álvarez y me dijeron que no
había nada que hacer, terminaron por confirmar
que aquello era un golpe de estado liso y llano. Quise
hablar por radio y televisión, pero no pude,
ya estaban tomadas las líneas de la Central Cuyo.
Nos reunimos otra vez con los ministros y les pregunté
qué opinaban de aquello y si veían alguna
solución. Acepté una sugerencia y quise
trasladar todo el gobierno a otra provincia para luchar
desde allí. Llamé a Córdoba, a
Entre Ríos, a Santa Fe. Pero no había
nada que hacer: la revolución era en todo el
país. Ya eran las ocho y media de la noche. Estuvimos
una hora y media más en reunión y a las
diez llamé al coronel de Elia, que era jefe del
regimiento de Granaderos para pedirle que venga con
tropas a la Casa de Gobierno. De Elía me contestó
que era imposible porque ya estaba cercada totalmente
la manzana de la Casa de Gobierno y no podría
pasar. Cuando a las doce de la noche firmé un
decreto destituyendo a Pistarini ya no me quedaban esperanzas
de que las cosas cambiaran. Fue sólo una fórmula,
casi...
-El
presidente del Banco Central y el secretario de Energía
y Combustible, Elizalde y Estorani, se reunieron en
la salita que quedaba junto al gran salón donde
estaban dando la conferencia de prensa. Les habían
avisado por teléfono lo que estaba sucediendo
y comentaban los hechos resolviendo qué debían
hacer. Al fin decidieron abandonar la conferencia de
prensa que había comenzado cuarenta minutos después
de lo previsto y se dirigieron a la Casa de Gobierno.
Allí estuvieron junto a los demás, hasta
que el presidente les encargó la tarea de ir
a buscar al vicepresidente, Perette. Por eso fueron
hasta el Hotel Savoy, donde aquél se hospedaba.
Por eso volvían ahora a la Casa de Gobierno en
el coche de Elizalde mientras escuchaban a Perette repetir
continuamente: "¡Qué barbaridad, qué
barbaridad"!. Por eso todo lo que pudieron comer
después del almuerzo de ese día fue un
sándwich frío a las diez y media de la
noche en el despacho de Caeiro, el secretario de Prensa.
-
A partir de la medianoche lo único que hice fue
esperar que llegara esta gente a buscarme. Le pedí
a Perette, que había venido con Elizalde y Estorani,
que trate de conseguir algún contacto. No quiso
irse de mi lado, y casi llegué a rogarle que
vaya.
-
Logratto, el ordenanza, había terminado su turno
a las siete de la tarde y llegó a su casa con
bastante dificultad. Le dijo a su señora que
algo estaba pasando en el gobierno, porque vio a muchos
militares entrar y salir durante el día. Su señora
le contestó que era lo de siempre, que al final
nunca pasa nada, que siempre se arreglan entre ellos
y asunto terminado. Se llama Silvia. Después
le preguntó qué quería comer para
la cena.
-Creí
que vendrían en seguida pero recién apareció
el general Alsogaray a las cuatro de la mañana.
Venía de uniforme, pero no llevaba armas de ningún
tipo. Yo estaba rodeado de gente amiga, y justo cuando
iba a firmar una foto a pedido del secretario de Caeiro,
de apellido López, entraron sin pedir permiso,
y Alsogaray me dijo de dejar lo que estaba haciendo.
Terminé de firmar y le pregunté quién
era. Me dijo: "Soy el general Julio Alsogaray y
vengo a cumplir órdenes del comandante en jefe".
Le contesté que el comandante en jefe de todas
las fuerzas era yo por ser presidente de la República,
pero él pareció no escucharme; dijo que
en representación de las Fuerzas Armadas me pedía
que abandone ese despacho y me garantizaba una custodia
de granaderos. Al lado de Alsogaray había un
señor de civil que yo no conocía y se
metía a hablar a cada momento. Al final le pregunté
quién era, y me dijo que era el coronel Perlinger.
Alsogaray seguía insistiendo en que abandonara
el despacho, y la gente que me rodeaba se estaba poniendo
nerviosa y gritaban cosas que yo no alcanzaba a entender.
Le dije a Alsogaray una vez más que no iba a
irme. Me contestó que yo estaba llevando las
cosas a un terreno que no correspondía. Fue entonces
cuando mi hijo menor, Leandro, quiso agredirlo. Pero
lo detuvieron entre todos. Yo le recriminé lo
que hizo, más tarde. Alsogaray se dio media vuelta
y se fue. Con él se fueron los que lo acompañaban.
-No
sabía muy bien por qué, pero Caeiro sintió
que de alguna manera cumplí con su deber cuando
redactó su último comunicado de prensa
contando la entrevista de Illia con el general Alsogaray.
Eran las cinco de la mañana del martes 28 de
junio. Elizalde y Storani se asomaron a la ventana de
la Secretaría de Prensa y pudieron ver mucha
gente reunida en grupitos y varios carros de asalto
de la Policía. Casi no había soldados.
El doctor Zavala Ortiz seguía junto a Illia.
Mucha gente entraba y salía. Todavía no
había aclarado. En esa época del año
suele aclarar muy tarde. "Ese que está allá
abajo, ¿no es Mancera, el de la tele?".
El soldado se levantó un poco el casco y achicó
los ojos para distinguir el hombre que señalaba
su compañero. Estaban en el techo de la Casa
de Gobierno y tenían las solapas del capote levantadas
porque hacía frío. "Sí, che,
es Mancera..."
-Perlinger
apareció otra vez a las seis de la mañana
y volvió a pedirme que me fuera. Alsogaray no
venía con él esta vez. Le dije que no
me iría, y entonces hizo entrar a una docena
de policías con casco y lanza gases. Me dijo
que yo podía irme con todas las garantías,
pero nadie se haría responsable de lo que sucediera
a los que me estaban acompañando. "Andate",
le dije a Palmero, mi ministro del Interior. A él
y a Rabanal eran a los únicos que yo tuteaba
de mi gobierno; nos conocíamos desde hacía
mucho tiempo. "No. Me quedo", dijo él,
y los demás también, y empezaron a gritar.
Los policías se pusieron en línea con
los fusiles lanza gases en las manos. A todo esto se
habían hecho ya las siete y cuarto más
o menos. Yo pensé que no era bueno exponer a
todos los demás. Cuando esos dos oficiales de
policía vinieron hacia mí, por orden de
Perlinger, les dije que no era necesario; me levanté
y comencé a caminar hacia la puerta... Había
un griterío bárbaro. No sé que
decían...
-Zavala
Ortiz salió de la Casa de Gobierno y unos amigos
lo llevaron en coche hasta su departamento de Callao
al 2400. Lydia, su esposa lo estaba esperando levantada.
Eran las ocho de la mañana. Zavala Ortiz dio
un beso en la mejilla a su mujer y no dijo nada. Se
preparó un té con leche, que bebió
sin hablar ni una palabra, y después se fue a
dormir.
-A
los policías que entraron en mi despacho les
dije antes de salir que lamentaba mucho que obedecieran
sin saber a quién lo hacían, me daban
lástima. Cuando pude llegar a la puerta de salida
de la Casa de Gobierno rodeado por un montón
de gente que seguía gritando, vi a un muchacho
que reconocí como el vendedor de diarios de Plaza
Mayo, con el que yo solía charlar de vez en cuando.
Estaba subido a una columna y me decía algo con
los ojos llenos de lágrimas. Estaba gritando,
pero yo no podía entender lo que decía
en medio de esa gritería.
Quisiera ahora volver a verlo. Me ofrecieron un coche
de la presidencia, pero lo rechacé. Yo quería
un coche de alquiler. Pero un minuto después
me di cuenta de que sería algo tonto ponerme
a esperar un coche de alquiler ahí, delante de
todos. En eso vi. que se acercaba entre la gente el
que había sido mi ministro de Educación,
Alconada Aramburú, y me decía que vaya
con él. Yo lo seguí y nos metimos en el
coche de él. Adentro íbamos siete personas.
Me acuerdo que mi hermano Ricardo iba sentado en las
rodillas del subsecretario Vesco... Así llegamos
hasta Martínez, hasta la casa de Ricardo...
-"Ya
debe haber terminado todo, ¿no?" Mas que
una pregunta era un ferviente deseo del soldado Luciano
Rizzo desde el techo de la Casa de Gobierno. El otro,
Rubén Grispe, a su lado, apartó la metralleta
que los separaba y le contestó con otra pregunta:
"¿Tenés miedo al final?" "No,
qué miedo ni miedo. Estoy cansado. ¿Qué
habrá pasado allá abajo?". Luciano
sacó un cigarrillo y lo encendió debajo
del capote para que el sargento no lo viera. Aunque
el sargento estaba abajo, tratando de averiguar lo que
ellos se preguntaban. Rubén le pidió una
pitada antes de decir: "Mi viejo dice que en este
país lo que se necesita es tener los pantalones
bien puestos y además hacer cosas. Yo me estaba
amargando, nunca pasaba nada..." El del cigarrillo
era uno de esos que no pueden dejar al otro con la última
palabra. Por eso quizás agregó:"El
que tiene razón es mi viejo. Dice que en todas
las cosas que pasan hay una razón, que todo tiene
sus etapas y nosotros estamos para superarlas. Tiene
razón, después de todo, la historia no
se va a escribir sola, ¿no?".
Caracteres:
21.436 |