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Si supiese qué es lo que estoy haciendo, no le llamaría investigación, ¿verdad?

Albert Einstein

 

"¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir 'amor, amor', y que debían los pueblos pedir como piden pan".

Federico García Lorca

“Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos”.

Sir Francis Bacon

POLÍTICA - HISTORIA - DOCTOR ILLIA: SU ÚLTIMO DÍA

 

Doctor Arturo Humberto Illia

Su último día

Su último día como presidente
UN FINAL LLENO DE DIGNIDAD

Por Elena Luz González Bazán especial para Villa Crespo Digital

21 de enero del 2016

A un año de la revolución de junio, el ex presidente Illia tiene la palabra. "Gente" se la cede porque considera que es el personaje fundamental de un hecho histórico. Ponemos sobre él la lupa para entrar a fondo en el momento que la revolución pone punto final a su gobierno. Creemos estar dando un servicio de información con ribetes históricos. Además del relato de Illia, se contó con un equipo de redacción que trabajó 10 días obteniendo datos, nombres y hechos.

Yo tenía 29 años y era médico del ferrocarril, en Cruz del Eje, cuando fue la revolución de Uriburu en el 30. A los pocos días llegó el interventor de a la ciudad, y todos fueron a saludarlo y a estar cerca de él. El médico que estaba conmigo me dijo que sería conveniente que vayamos nosotros también a verlo, "Vaya usted -le dije-, yo no tengo interés". Parece que lo consideraron una falta de cortesía porque al tiempito vino el interventor mismo, que se llamaba Albariños y era teniente coronel, para conocer de cerca al "medicullo ése", según dijo... Yo estaba atendiendo a un enfermo cuando el enfermero vino todo asustado a decirme que estaba el interventor en el hospital. "Que lo atienda el otro médico", le dije. "¿No ve que yo estoy ocupado ahora!" Le puse el termómetro en la boca a mi paciente, y en ese momento entró este señor Albariños acompañado por el otro médico. Parece que había pedido conocerme. Yo le dije "mucho gusto" y seguí atendiendo a mi paciente, que seguía con el termómetro en la boca. Era una situación molesta porque nadie se animaba a decir una palabra, y se notaba que el interventor estaba inquieto porque yo no le daba corte. En una de esas por querer decir algo, se dirige a mí y me dijo con tono autoritario "¿Qué tiene ese paciente?" "Un termómetro", le contesté yo alzando la voz. Me miró y yo le aguanté la mirada. Se fue. A la hora yo estaba exonerado por "razones de mejor servicio". Cuando estaba haciendo las valijas en mi hotel vino un grupo de ferroviarios que me pidieron que me quede en el pueblo, por eso seguí allá, pero fuera del hospital. Fue mi primer derrocamiento... "

Se había levantado a las seis y media de la mañana. Como de costumbre, el mismo se prepara su té con leche, a pesar de contar en su casa con varias personas de servicio doméstico. Eran las 7.45 cuando vino a buscarlo el coche del Ministerio. A él, como ministro de Relaciones Exteriores que era, le tocaba la chapa Nº 6. Cuando el doctor Miguel Ángel Zavala Ortiz subió al coche advirtió que el chofer no era el de todos los días y, a pesar de no ser supersticioso, le cruzó por la mente la idea de que ese simple hecho no auguraba nada bueno. "Pavadas", pensó. Y se lanzó de lleno a la lectura de "La Prensa", su diario preferido, mientras el automóvil rodaba rumbo al Ministerio aquel 27 de junio que había amanecido frío y gris.

“- Pero a mí nunca me asustó el frío; siempre pensé que es sano. Por eso me levanté sin problemas a las siete menos cinco. Había dormido en la Quinta de Olivos. Desayuné con té solo, como lo hago siempre; tomo poco mate en bombilla en realidad... Los demás estaban durmiendo cuando vino a buscarme, un Rambler negro. Eran las 7.45 más o menos. Aunque yo había ordenado, desde que empecé la presidencia, que me sacaran las motos con sirenas, no pude evitar nunca que me custodiaran esos dos coches negros con gente de Coordinación que me seguían a todas partes; ¡no sé con qué necesidad! A las 8.05 entré en a mi despacho y le pedí a Zubizarreta, mi ordenanza del turno mañana, que me trajera un té. Entonces empecé a leer todos los diarios de la mañana..."

-Se había acostumbrado desde chico a no tomar desayuno. Lo que pasaba era que iba al colegio por la mañana y siempre salía a último momento, apurado. Ahora que tenía 45 años, cinco hijos, y la responsabilidad de ser Secretario de Prensa, tampoco tomaba desayuno, pero no salía con apuro como antes. Ese lunes se había levantado temprano, como todos los días, y salió de la casa de Uruguay al 1300, llevando a Fernando -su hijo menor-, mientras su esposa, Marta, aún dormía un rato más. Fernando entraba en el Colegio Río de la Plata de la calle Laprida, a las 8.30 de la mañana; pero su padre solía llevarlo media hora antes, y a veces más, con el mismo coche Mercedes Benz que luego lo conduciría a él mismo hasta la Casa de Gobierno. Los choferes eran Vázquez y Filipino, y se turnaban trabajando un día cada uno. El lunes 27 de junio era Vázquez quien conducía tarareando bajito como siempre, sin que esto molestara al doctor Luis Caeiro. Por el contrario, lo divertía. Ni sospechaba que tiempo después Vázquez estaría al servicio del general Repetto, y ya no se animaría más a tararear mientras conducía.

- Ni me acuerdo que comí al mediodía, lo que sé es que yo nunca como demasiado. Antes de sentarme a almorzar, en la Casa de Gobierno, había recibido a mi primer visitante del día por asuntos oficiales: el doctor Oñativia, que era ministro de Salud Pública... Serían como las dos y media de la tarde cuando terminé de comer. Me fui a descansar un rato a mi piecita de la presidencia. Me acuerdo que un ordenanza) no sé cómo se llama, hacía poco que estaba) me dijo: "Señor presidente, ¿le traigo una frazada más? Está refrescando..." Le dije que no, gracias, y que no me diga "señor presidente" cuando estábamos solos; que me diga "Dr. Illia", nada más. Nos íbamos a llevar mejor así de ahí en adelante.
- Félix Gilberto Elizalde, el presidente del Banco Central, había llegado el día anterior de un viaje a los Estados Unidos. Estaba algo cansado; por eso durmió más que de costumbre. No pasó por su oficina de Diagonal Norte al 600 porque no tenía mucho tiempo. Por la tarde habría una conferencia de prensa en el Ministerio de Economía y él debía informar sobre las gestiones realizadas para la financiación de las obras de SEGBA y de El Chocón. Un asunto que los tenía preocupados desde hacía un tiempo. Quizás se solucionaría pronto, por suerte. Era ya pasado el mediodía cuando el contador público Elizalde se reunió con el doctor Conrado Storani, que era secretario de energía y combustible, ara tratar los temas de la conferencia y la manera en que los expondrían.

-Serían como las cuatro menos diez cuando me levanté. Me lavé la cara en la piletita y volví a mi despacho. Habíamos quedado de acuerdo, desde hacía tiempo ya, que se organizaran en turnos para verme las tres personas que yo recibía indefectiblemente todos los días: primero entraría el Jefe de la Casa Militar, el brigadier Pío Otero (que estuvo unos 20 minutos aquel lunes: después, el secretario de Prensa, doctor Caeiro (una media hora) y después mi hermano Ricardo, que era secretario general de la Presidencia y con quién estuve como veinte minutos. Calcule que serían como las cinco cuando me avisaron que me llamaba por teléfono Leopoldo Suárez, mi ministro de Defensa, por un asunto urgente.

- El ordenanza Zubizarreta se había ido a mediodía. Logratto, el ordenanza nuevo que trabajaba en el turno de la tarde sólo entró una vez aquel día en el despacho del presidente Illia. Fue para retirar una taza de té vacía. Por lo general -de acuerdo con lo que el mismo Zubizarreta le había explicado al hablarle del Dr. Illia- el presidente pedía una nueva taza de té a eso de las cinco y media. Pero aquel día no. Logratto pensó que quizás había hecho algo mal. No se explicaba por qué el presidente no lo llamaba para hacerle el pedido de siempre y temía que le reprendieran a él por algo. Logratto era uno de esos hombres que cuando enfrentan una situación desusada, por mínima que sea, lo primero que piensan es que les va a pasar algo a ellos. Son un poco como los chicos. Es el temor ante lo distinto. El ordenanza nuevo -como le decían todos porque aseguraban que su apellido era "difícil"- había visto entrar en el despacho de Illia al jefe de la casa militar; al doctor Caeiro con muchos papeles en la mano (después lo había oído hablar con su secretario, en el pasillo y se había enterado que eran expedientes que el presidente debía firmar para la "radicalización" de un grupo de computadoras o algo parecido), y por último, al profesor Ricardo Illia. Ya había salido éste sin que el presidente pidiera su té. Y lo peor es que ya eran como las seis menos diez.

- "¿Qué pasa?", le pregunté al ministro Suárez cuando levanté el tubo. Entonces me contó que habían detenido al general Caro. "¿No habrá sido por el asunto de los diputados?", le dije. Y él me contestó que sí. Al general Caro lo habían visitado un grupo de diputados peronistas entre los que estaba el propio hermano de Caro y los diarios se habían encargado de hacer la cosa grande... El ministro Suárez siguió hablando y me contó que Caro llamó por teléfono al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el general Pistarini, y que Pistarini le dijo que vaya al ministerio de guerra para aclarar la situación. Cuando el general Caro fue, Pistarini le comunicó que quedaba detenido. El secretario de Guerra de mi gobierno, el general Castro Sánchez, quiso intervenir, pero Pistarini le contestó que desconocía su autoridad. Lo único que atiné a decirle a Suárez cuando terminó de contarme todo eso fue:"Esto es una rebelión". Después cortamos la comunicación y llamé en seguida a Estados Unidos para hablar con mi hijo mayor y decirle que cuidara a su madre, que acababan de operar y que era probable que yo tuviera que vivir momentos muy difíciles; pero esperaba que él supiera estar a la altura de las cosas, como siempre lo había estado. Cuando corté me quedé sosteniendo el tubo un buen rato sin hacer nada, pensando. Lo levanté en seguida otra vez y pedí que vinieran a mi despacho los secretarios de Marina y Aeronáutica, el contralmirante Varela y el brigadier mayor Álvarez.

-El doctor Caeiro había almorzado en su casa como lo hacía siempre: bife a medio cocer, puré, tarta de manzanas y café. El doctor Caeiro nunca fumó. Cuando sonó el teléfono -ya en su despacho- eran las cinco y cuarto poco más o menos. Alguien de la Agencia Télam de Noticias le comunicaba extraoficialmente que el general Caro había sido detenido. A las cinco y media entró el doctor Caeiro por segunda vez en el despacho del presidente. "Doctor" (acostumbraba a decirle así "doctor" a secas) "... le acaban de detener a Caro. Creo que ahora esta gente se larga..." El doctor Illia ni siquiera levantó la cabeza de los papeles que observaba con detenimiento. Ya conocía de sobra el acento cordobés de Caeiro y no hacía falta mirar para saber quién le hablaba. Hacía 20 años que conocía a su secretario de prensa. Todo lo que dijo fue: "Está bien".

- Les dije a Varela y Álvarez que habían detenido a Caro y que las cosas se ponían feas. También les expliqué que como Pistarini desconocía la autoridad de Castro Sánchez, mi secretario de Guerra, debían ir ellos y pedirle que deponga su actitud para no llegar a mayores. Ellos se fueron y yo me reuní con la mayoría de la gente de mi gabinete. Quería que estuvieran enterados de todo y no que supieran lo que estaba pasando por otras bocas. Era mejor así. Las cosas no se iban a distorsionar, ¿no cree?

 

 

-Estaba vestido con traje oscuro porque tenía una recepción en una embajada. A veces pensaba que era uno de los trabajos más pesados de un ministro de Relaciones Exteriores. Fue por eso, para cambiarse de traje, que volvió a su casa aquel mediodía, contradiciendo su costumbre de comer sólo un emparedado en el Ministerio. Su esposa Lydia, le dijo que estaba contenta de poder almorzar un día con él, al fin. Por eso estaba con traje oscuro. Un llamado al Ministerio lo alertó sobre la detención del general Caro y fue en seguida para la Casa de Gobierno. Entró en el despacho del presidente a las seis y cinco. El ordenanza Logratto no entendía nada: tanta gente entrando y saliendo y ni siquiera un café le pedían. El doctor Zavala Ortiz salió en pocos minutos del despacho presidencial y se dirigió a la sala de audiencias. A esa hora el doctor Illia tenía pendientes dos entrevistas aún: una con los miembros de la Sociedad Rural, que lo invitaban a la inauguración de la exposición anual, y otra con el embajador de Colombia, que traía un industrial poderoso de su país que quería conocer al presidente, cosa común en el mundo de la diplomacia.

El doctor Illia había atendido a los de la Sociedad Rural a pesar de todo, pero pidió a Zabala Ortiz que atendiera él al embajador de Colombia. Por eso era que el ministro de Relaciones Exteriores se dirigía a la sala de audiencias. Después de todo estaba dentro del reglamente: vestía traje oscuro.

-Cuando volvieron Varela y Álvarez y me dijeron que no había nada que hacer, terminaron por confirmar que aquello era un golpe de estado liso y llano. Quise hablar por radio y televisión, pero no pude, ya estaban tomadas las líneas de la Central Cuyo. Nos reunimos otra vez con los ministros y les pregunté qué opinaban de aquello y si veían alguna solución. Acepté una sugerencia y quise trasladar todo el gobierno a otra provincia para luchar desde allí. Llamé a Córdoba, a Entre Ríos, a Santa Fe. Pero no había nada que hacer: la revolución era en todo el país. Ya eran las ocho y media de la noche. Estuvimos una hora y media más en reunión y a las diez llamé al coronel de Elia, que era jefe del regimiento de Granaderos para pedirle que venga con tropas a la Casa de Gobierno. De Elía me contestó que era imposible porque ya estaba cercada totalmente la manzana de la Casa de Gobierno y no podría pasar. Cuando a las doce de la noche firmé un decreto destituyendo a Pistarini ya no me quedaban esperanzas de que las cosas cambiaran. Fue sólo una fórmula, casi...

-El presidente del Banco Central y el secretario de Energía y Combustible, Elizalde y Estorani, se reunieron en la salita que quedaba junto al gran salón donde estaban dando la conferencia de prensa. Les habían avisado por teléfono lo que estaba sucediendo y comentaban los hechos resolviendo qué debían hacer. Al fin decidieron abandonar la conferencia de prensa que había comenzado cuarenta minutos después de lo previsto y se dirigieron a la Casa de Gobierno. Allí estuvieron junto a los demás, hasta que el presidente les encargó la tarea de ir a buscar al vicepresidente, Perette. Por eso fueron hasta el Hotel Savoy, donde aquél se hospedaba. Por eso volvían ahora a la Casa de Gobierno en el coche de Elizalde mientras escuchaban a Perette repetir continuamente: "¡Qué barbaridad, qué barbaridad"!. Por eso todo lo que pudieron comer después del almuerzo de ese día fue un sándwich frío a las diez y media de la noche en el despacho de Caeiro, el secretario de Prensa.

- A partir de la medianoche lo único que hice fue esperar que llegara esta gente a buscarme. Le pedí a Perette, que había venido con Elizalde y Estorani, que trate de conseguir algún contacto. No quiso irse de mi lado, y casi llegué a rogarle que vaya.

- Logratto, el ordenanza, había terminado su turno a las siete de la tarde y llegó a su casa con bastante dificultad. Le dijo a su señora que algo estaba pasando en el gobierno, porque vio a muchos militares entrar y salir durante el día. Su señora le contestó que era lo de siempre, que al final nunca pasa nada, que siempre se arreglan entre ellos y asunto terminado. Se llama Silvia. Después le preguntó qué quería comer para la cena.

-Creí que vendrían en seguida pero recién apareció el general Alsogaray a las cuatro de la mañana. Venía de uniforme, pero no llevaba armas de ningún tipo. Yo estaba rodeado de gente amiga, y justo cuando iba a firmar una foto a pedido del secretario de Caeiro, de apellido López, entraron sin pedir permiso, y Alsogaray me dijo de dejar lo que estaba haciendo. Terminé de firmar y le pregunté quién era. Me dijo: "Soy el general Julio Alsogaray y vengo a cumplir órdenes del comandante en jefe". Le contesté que el comandante en jefe de todas las fuerzas era yo por ser presidente de la República, pero él pareció no escucharme; dijo que en representación de las Fuerzas Armadas me pedía que abandone ese despacho y me garantizaba una custodia de granaderos. Al lado de Alsogaray había un señor de civil que yo no conocía y se metía a hablar a cada momento. Al final le pregunté quién era, y me dijo que era el coronel Perlinger. Alsogaray seguía insistiendo en que abandonara el despacho, y la gente que me rodeaba se estaba poniendo nerviosa y gritaban cosas que yo no alcanzaba a entender. Le dije a Alsogaray una vez más que no iba a irme. Me contestó que yo estaba llevando las cosas a un terreno que no correspondía. Fue entonces cuando mi hijo menor, Leandro, quiso agredirlo. Pero lo detuvieron entre todos. Yo le recriminé lo que hizo, más tarde. Alsogaray se dio media vuelta y se fue. Con él se fueron los que lo acompañaban.

-No sabía muy bien por qué, pero Caeiro sintió que de alguna manera cumplí con su deber cuando redactó su último comunicado de prensa contando la entrevista de Illia con el general Alsogaray. Eran las cinco de la mañana del martes 28 de junio. Elizalde y Storani se asomaron a la ventana de la Secretaría de Prensa y pudieron ver mucha gente reunida en grupitos y varios carros de asalto de la Policía. Casi no había soldados. El doctor Zavala Ortiz seguía junto a Illia. Mucha gente entraba y salía. Todavía no había aclarado. En esa época del año suele aclarar muy tarde. "Ese que está allá abajo, ¿no es Mancera, el de la tele?". El soldado se levantó un poco el casco y achicó los ojos para distinguir el hombre que señalaba su compañero. Estaban en el techo de la Casa de Gobierno y tenían las solapas del capote levantadas porque hacía frío. "Sí, che, es Mancera..."

-Perlinger apareció otra vez a las seis de la mañana y volvió a pedirme que me fuera. Alsogaray no venía con él esta vez. Le dije que no me iría, y entonces hizo entrar a una docena de policías con casco y lanza gases. Me dijo que yo podía irme con todas las garantías, pero nadie se haría responsable de lo que sucediera a los que me estaban acompañando. "Andate", le dije a Palmero, mi ministro del Interior. A él y a Rabanal eran a los únicos que yo tuteaba de mi gobierno; nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. "No. Me quedo", dijo él, y los demás también, y empezaron a gritar. Los policías se pusieron en línea con los fusiles lanza gases en las manos. A todo esto se habían hecho ya las siete y cuarto más o menos. Yo pensé que no era bueno exponer a todos los demás. Cuando esos dos oficiales de policía vinieron hacia mí, por orden de Perlinger, les dije que no era necesario; me levanté y comencé a caminar hacia la puerta... Había un griterío bárbaro. No sé que decían...

-Zavala Ortiz salió de la Casa de Gobierno y unos amigos lo llevaron en coche hasta su departamento de Callao al 2400. Lydia, su esposa lo estaba esperando levantada. Eran las ocho de la mañana. Zavala Ortiz dio un beso en la mejilla a su mujer y no dijo nada. Se preparó un té con leche, que bebió sin hablar ni una palabra, y después se fue a dormir.

-A los policías que entraron en mi despacho les dije antes de salir que lamentaba mucho que obedecieran sin saber a quién lo hacían, me daban lástima. Cuando pude llegar a la puerta de salida de la Casa de Gobierno rodeado por un montón de gente que seguía gritando, vi a un muchacho que reconocí como el vendedor de diarios de Plaza Mayo, con el que yo solía charlar de vez en cuando. Estaba subido a una columna y me decía algo con los ojos llenos de lágrimas. Estaba gritando, pero yo no podía entender lo que decía en medio de esa gritería.

Quisiera ahora volver a verlo. Me ofrecieron un coche de la presidencia, pero lo rechacé. Yo quería un coche de alquiler. Pero un minuto después me di cuenta de que sería algo tonto ponerme a esperar un coche de alquiler ahí, delante de todos. En eso vi. que se acercaba entre la gente el que había sido mi ministro de Educación, Alconada Aramburú, y me decía que vaya con él. Yo lo seguí y nos metimos en el coche de él. Adentro íbamos siete personas. Me acuerdo que mi hermano Ricardo iba sentado en las rodillas del subsecretario Vesco... Así llegamos hasta Martínez, hasta la casa de Ricardo...

-"Ya debe haber terminado todo, ¿no?" Mas que una pregunta era un ferviente deseo del soldado Luciano Rizzo desde el techo de la Casa de Gobierno. El otro, Rubén Grispe, a su lado, apartó la metralleta que los separaba y le contestó con otra pregunta: "¿Tenés miedo al final?" "No, qué miedo ni miedo. Estoy cansado. ¿Qué habrá pasado allá abajo?". Luciano sacó un cigarrillo y lo encendió debajo del capote para que el sargento no lo viera. Aunque el sargento estaba abajo, tratando de averiguar lo que ellos se preguntaban. Rubén le pidió una pitada antes de decir: "Mi viejo dice que en este país lo que se necesita es tener los pantalones bien puestos y además hacer cosas. Yo me estaba amargando, nunca pasaba nada..." El del cigarrillo era uno de esos que no pueden dejar al otro con la última palabra. Por eso quizás agregó:"El que tiene razón es mi viejo. Dice que en todas las cosas que pasan hay una razón, que todo tiene sus etapas y nosotros estamos para superarlas. Tiene razón, después de todo, la historia no se va a escribir sola, ¿no?".

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